MEMORIA LIBERADA
Se despertó con la necesidad de tropezar. De pararse en seco
contra algo, un leño, una piedra, un libro, algo.
Despertó de un largo y profundo sueño en el que sólo
cabían los desvaríos que producía la química sintética. Y no sé si fue por la necesidad urgente o
porque a veces la vida te coloca en donde te mereces, pero el caso es que se
estampó de bruces contra la luz del amanecer.
La escueta escalera ascendía, cada escalón le dejaba más
cerca de sí. Uno, dos, tres. Y pegó un grito, o igual sería mejor decir que
aquello fue un mensaje en una botella lanzado al mar infinito de la
liberación.
A los pocos minutos ya era más que evidente que la curación
era posible, y los primeros bálsamos iban llegando, algunos se los mandaban
amigas por correo electrónico. Creo que sé quiénes sois ¿es posible? Somos nosotras,
que nos queremos tanto, y te queremos tanto, contestaron desde más allá de
la pantalla.
Para ese momento ya habían cesado las implacables punzadas
en el córtex.
Se abrió el almacén de la memoria, ahí dentro, junto al
escritorio. Con un poco de esfuerzo estaría dentro, tenía que pasar. Para acceder
tuvo que apretarle su mano el guardián entre el centeno, su particular quitamiedos
interno, tenía que agarrarle antes de caer al precipicio escondido en aquel
inmenso campo de cereal crecido. Una vez dentro del almacén se sorprendió al
encontrarse en su orden perfecto, iluminado y claro como las sonrisas de Bombay,
tan alejadas y a la vez tan similares a todas sus sonrisas del mundo; la
sonrisa etrusca, la sonrisa de Paula, la de los dientes blancos como la luna. Él,
con el paso de ese tiempo en el que no se recordaba se había convertido sin
saberlo en interpretador de sonrisas.
Había tardado tanto en encontrarse que aquel espacio ordenado,
limpio, le recordó que sus últimos meses en hueca penumbra le estaban
pareciendo cien años de soledad, un infinito, una masa alargada e inconexa de desarreglos
internos. Pero fin, se había terminado el ir y venir y volver a ir por aguas procelosas
y turbias, siete mares, trece ríos de adversidades y obstáculos. Hablar ahora
de su profundo malestar era como desentumecer de su letargo el relato de un náufrago,
y esa no era la intención ni mucho menos, era el momento precioso de mirar
hacia otro mundo, el tiempo en el que nada de lo ocurrido ya le podía dejar
cicatriz.
La luz llegaba para hacer olvidar tanto espacio de
desesperación, escalando la montaña mágica de piedras y azufre, de amor y de
sombra. Ahora era posible olvidar cuando lo imposible hasta anoche era recordar,
ese era el primer paso para iniciar el camino de vuelta a sí mismo, ese símismo que tanto buscaba hace apenas
nada, desde la caverna de su amnesia anterógrada.
El reloj despertador sonó con todas sus fuerzas ¡vaya susto!
era hora de despertar, la misma hora de ayer y de antes de ayer. Pero hoy había
escuchado el clic, hoy ya estaba despierto, sentía el corazón tan blanco que le
asaltó un miedo, un miedo esperanzador, un calambre en la espalda, como si las
cosas al fin tuviesen sentido. Alcanzó a recordar que ayer mismo fueron a
visitarle la tía Julia y el escribidor, siempre llama así a su primo porque
tiene el mismo empeño que Pedro Camacho en desafiar la conjura de los necios
que no le dejan leer sus cuentos en alto. Pero él sí, él siempre le ha dejado
leer sus cuentos en alto desde aquel golpe. A voz en cuello, si así lo quisiera,
le dejaría. Con la misma tranquilidad con que se dejaría atar al palo mayor para escuchar el canto de la vieja sirena. Total, después no recordaba nada, ni cantos ni cuentos ni nada.
Se sentó y cogió un papel en blanco, siempre quiso escribir
un libro en el que un narrador intradiegético fuese encontrándose con su
pasado, era su más íntima fantasía creativa, un personaje de ficción que
soltase la piedra sobre una rayuela y saltase a la pata coja para ir
escribiendo cada descubrimiento de sí mismo, quizá este era el día perfecto
para empezar, porque recordaba. Algo dentro había hecho clic. Recordaba sus
últimas tardes con Teresa, justo antes de aquel disparate de chalecos amarillos
y coches ardiendo, cuando París era una fiesta cada noche, cuando Teresa y Lulú
se pasaban una tarde si y otra también a charlar al patio de atrás, a esperar
entre risas y promesas a que la luna se reflejase en el pequeño estanque de la
fuente central, aquel rincón que bautizaron como moon place. Así que se sentó, cogió el bolígrafo con fuerza y
comenzó.
Me llamo Beltrán, tengo treinta
años, soy alto, tímido y tozudo. Mis amigos buenos me llaman Beltrán el
intrépido porque aquí me planté desde mi mundo ajeno y reaprendí a vivir. No me
preguntes si sé las edades de lulú y Teresa, no lo sé, sólo sé que aquí en mi
patio sus sonrisas son más luminosas que el reflejo de la luna en la fuente. Ya
volveré a ellas. Pero avancemos, que hoy al fin me toca ir hacia adelante.
Desde la ventana de mi escritorio
veo llegar a Aleksander con su pinta imponente de atleta olímpico, pelirrojo
como una mazorca. Espero que no venga a verme a mí, no sé si quiero perdonarle,
Teresa me dice que lo hizo en comisión de servicio, o en defensa propia, o algo
así. Que aquella multitud le podría tirar del caballo, que la policía está para
eso, que un caballo entre tanto alboroto, por muy entrenado que esté se pone
nervioso. Pero Aleksander me había dejado clavado en el suelo, era el jinete polaco,
gendarme de la police nationale, qué
cabrón. De un golpe o tal vez más me borró la memoria. Hoy no le debo nada, o quizá sí.
Abro la puerta, viene a verme a mí, no podía ser a otro, es
lo esperado.
- Beltrán,
hola.
- Hola
- Me dicen que ayer estabas algo mejor, que el
dolor había bajado y que veías casi bien del todo.
- Si, la oscuridad pasó a nebulosa hace tiempo, la
nebulosa se convirtió en una trama granulada, y poco a poco he ido recuperando
los volúmenes y las luces, ayer veía casi como antes del golpe.
- ¿Estás escribiendo? Eso es muy buena señal.
- Si, podría escribir un ensayo sobre la ceguera,
pero he preferido armarme de valor y escribir mi vida hacia adelante.
Aleksander se queda parado, mirando cómo la suave luz que
atraviesa cálidamente los visillos ilumina este papel que lees.
- Me dijo Teresa que había hecho lo peor que se
puede hacer a alguien en la vida.
- Me dejaste ciego por fuera y por dentro.
- ¿Ya sabes que fui yo?
Callé, el silencio es a veces aún más expresivo que el
llanto. Aun así, lloré.
- También me dijo que aquello fue peor que matar a un ruiseñor. Lo siento tanto.
Y apenas pudo contenerse.
- No es culpa tuya. Bueno, no solamente. No
vivimos en el mejor de los mundos, ni tu ni yo. Tal vez elegimos bandos
equivocados. Ahora puedo recordarlo y me
siento un estúpido. Vaya momento idiota para salir a la calle, para hacerme el
yo qué sé.
Entonces llaman a la puerta, Aleksander está petrificado, le
miro interrogante, no sabe, se acerca al papel para leer, quiere saber qué más
puede pasar, pero aún no lo he escrito.
Abro la puerta, es Teresa. Me mira desde el lugar más profundo de su mirada, a cien besos de profundidad.
Abro la puerta, es Teresa. Me mira desde el lugar más profundo de su mirada, a cien besos de profundidad.
- Teresa, pasa.
- ¿Sabes quién soy?
- Desde que nací. Pasa. Aleksander venía a ver si
le sigo apreciando o si ya me acuerdo del porrazo.
- ¿Qué dices?
- Que me acuerdo, y que le sigo apreciando.
Teresa mira a Aleksander, él mira al suelo, una media
sonrisa, un teléfono suena en la distancia, en el piso de abajo, una conexión
interhumana que disimula un silencio repleto de comprensión. Ella se acerca, le
levanta la cabeza, le dice que ya está bien de tanto come come, le dice que ya
pasó, que el tiempo todo lo cura, que el hueco ya se ha cerrado, que la nave
va.
- - Tiene razón, dalo por zanjado, ya me conozco.- le confirmo acercándome al papel para
escribir todo esto que lees.
- - Se hace raro oírte decir eso ¿de dónde te sale
el recuerdo?.- dice Teresa.
- - ¿Aún no lo has adivinado? Es la memoria, Teresa. Es la
voz a ti debida.
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