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Algunas cosas para las que tampoco sirven los libros de autoayuda

Contar, contar, no voy a contar nada que no sepáis, o que no se haya repetido una y mil veces, no a mí, sino a miles, en el trascurso del lío de la vida o el curso del río de la vida, que lo mismo da. Hablo de las aguas turbulentas de Simon y Garfunkel y su puente que te viene bien cuando todo se pone cenizo. Pero no siempre hay puente, y lo que es peor, no siempre hay río.

No sabía muy bien si sería capaz de ponerme de nuevo a escribir, o a nadar, o a correr, o a hacer las cosas que se me dan más o menos bien, que no son pocas, las cosas que me preocupan o me divierten, como dice Rosendo Mercado. Las cosas a las que damos nuestro amor loco, lo que nos mueve, lo que nos desentraña.

Para desescalar sin red (y sin cuerda), una tarde de febrero de 2021 empecé a sentirme débil, apagado, nervioso. Me subía la fiebre como nunca antes. No quería ir al centro de salud porque el mundo estaba lleno de covid, y yo no tenía covid, yo tenía otra cosa, no sabía qué, pero no era covid, y no tenía intención de quitarle el hueco a alguien que sí lo tuviese.

Estábamos en plena tercera ola, y era una ola peligrosa, la que llegó después de aquellas extrañas navidades en las que demasiada gente pensó que no pasaría nada por reunirse, y resultó que sí pasó, fue letal, y en España, nuestro compartimento estanco, veinticinco mil personas más dejaron sus respectivos espacios vitales vacíos para siempre. Veinticinco mil personas a las que nadie, salvo quienes las quisieron, recuerda demasiado.

Y yo estaba en España, con sus intríngulis, sus logros, sus idioteces y su lamentable rechazo a las teorías de Hegel y la ética común.

No quería ir al centro de salud, no me parecía lo correcto, pero las cosas fueron a peor, la fiebre subía, tenía tiritonas, no podía casi caminar, y en un momento dado me di cuenta de que no podía hacer pis. Perdonadme si soy algo escatológico en lo que cuento, pero es para que podáis poneros en contexto.

No lo planteo como un drama, todo y nada es un drama, y todo y nada es gracioso, según lo mires, según tu sentido del humor, según el valor que le des a la existencia, según lo maravillosamente irrepetible que te pienses que eres.

Esto es por lo menos una infección de orina, dijo la doctora del centro de salud al otro lado del teléfono a Teresa, llévalo ahora mismo a urgencias al Puerta de Hierro. No puede esperar, puede ser muy grave.

Y con estas declaraciones pasó la responsabilidad total sobre mi persona a Teresa. Afortunadamente eran buenas manos, las mejores. Y allí nos fuimos, me puse un chándal cómodo y pasado de moda, por lo que pudiese suceder, y entramos en urgencias con nuestras mascarillas.

Urgencias era un paisaje distópico, un desierto de miedo, un pánico blanquecino. 

Una puerta para covid, otra puerta para no covid. Y a esa me dirigí. Sólo podía entrar una persona por cada caso, y ante la situación, decidimos que fuese yo quien entrase.

Teresa dijo adiós y yo dije adiós, quédate por aquí, esto me lo solucionan con un medicamento y volvemos a casa en un rato.

Pero no. Un análisis y un radiodiagnóstico después, decidieron ingresarme.

Llamé a Teresa. Por suerte pude llevar el móvil, a pesar de que, justo esos días, una gerente de un hospital de mi comunidad autónoma, de la que recuerdo el nombre y el apellido, y lo recordaré siempre, decía que había que quitar los teléfonos a las personas ingresadas por coronavirus en hospitales porque con la posibilidad de comunicarse generaban mal ambiente social.

Menos mal que llevé el móvil conmigo porque la situación no era sencilla. Decidimos que Teresa se fuese a casa, pasaría allí la noche, y al día siguiente, seguramente, podría ir a recogerme. Lo que sintió en ese momento ya se lo preguntáis a ella, yo no puedo ni imaginarlo.

Dije, me extrañaría que me dejasen aquí. Media hora más tarde dije, me han mirado por rayos X, agradecido a Madame Curie. Y cuarto de hora más tarde dije, en cuanto me saquen sangre me van a sondar.

Y Teresa escribió, focaliza en lo bien que vas a estar después. Contesté, ya, lo que siento es que me temo que no voy a ser capaz de mear ni la cantidad necesaria para el análisis de orina que me quieren hacer.

Y en efecto, el grifo estaba cerrado y el dolor aumentaba por minutos. Lo dieron por imposible, así que me llevaron al nivel dos.

El nivel dos es una sala con menos gente y con más problemas donde podían sondarme.

Escribí a Teresa, todo va bien, igual tienes que tener un poco de paciencia.

Y a los veinte minutos, ya estoy con sonda, tenía más de medio litro dentro, parece prostatitis nada más, los análisis son para descartar otras opciones menos comunes. La prostatitis se cura con antibióticos, y la sonda es de las experiencias más desagradables de mi vida. Tú descansa bien, que yo estoy bien si tu estas bien.

Eran ya las 12 y 11 del día siguiente, es decir, las 00 y 11

Y aún hablamos un rato, agradecidos a Graham Bell, hablamos poco, y todo parecía que se reduciría a una prostatitis inesperada y de fácil solución.

Pero no.

Un análisis y treinta y nueve grados después, en una habitación llena de camas (con personas dentro en circunstancias ignotas) pasé una noche y casi un día entre el dolor, la náusea, el miedo y la supervivencia.

Acaba de pasar otra doctora, la analítica de sangre apunta a infección bacteriana, por eso me han puesto de primeras el antibiótico, lo más normal es que mañana pueda ir a casa sondado y seguir el tratamiento de antibióticos allí.

Eran las 02 y 41 de esa noche.

Una doctora que medía más de dos metros en mi percepción alucinada me venía a ver de vez en cuando. No la volvería a ver, o tal vez sí, pero ya no sería ella, sería la de verdad, la que no era tan alta. Esos pensamientos me generaban tranquilidad y sorpresa.

Cada dos o tres horas mi cuerpo se ponía a temblar sin medida y sin posible control desde el cerebro, estaba sumido en una sepsis de libro. Enfermeras amables con aspecto de mon calamari pero con la cabeza menos deforme y los ojos más frontales venían a verme y trataban de calmarme. No sabían el miedo que me daban.

Mis alucinaciones no lo ponían fácil. En una de las convulsiones más bestias me tuvieron que atar a la cama después de pedir refuerzos, porque me caía al suelo, y el suelo es lava.

El cuerpo estaba ahí, pero no me obedecía, la cabeza estaba ahí también, pero no era capaz de ordenar, calmar, relajar, lo que fuese. Temblar y temblar. Como las aguas del río de Simón y Garfulken.

Mientras tanto en el laboratorio iban cerrando el cerco a la bacteria en cuestión. Pero hacía falta algo más de tiempo, los cultivos son así, necesitan su tiempo.

Los primeros antibióticos de amplio espectro conseguían ralentizar, pero no detener y aún menos acabar con eso que fuese. Los antibióticos sí sirvieron para que las uñas de los pies se convirtiesen en frondosos jardines de hongos. Lo de las dos tazas en versión microorganismo. Todo iba mal.

Al otro lado del mundo, al otro lado del móvil, desde casa, esperaban noticias, y apenas podía darlas. A veces bajaba la fiebre, la estancia llena de camas dejaba de dar vueltas y a mi alrededor las personas adquirían aspecto de humanoide. Entonces escribía, va todo bien, y eran ya las 7 y 11 de aquella mañana.

Dicen que me van a llevar a una habitación en cuanto logre controlar las convulsiones, voy a estar algún día en observación, porque la bacteria no les mola nada y se ha pasado a la sangre, por lo que es muy importante acertar con el antibiótico que la quite de todo el organismo. Por eso necesitan tenerme aquí para asegurarse de que me voy sin ningún riesgo.

Y algo más tarde, no era prostatitis, era infección de conductos urinarios.

Y al rato, no te preocupes, la noche ha sido intensa en la zona 2. Hemos tenido un poco de todo. He descansado suficiente para afrontar lo que viene con buena disposición. Diles a Darío y Carlota que estoy muy bien cuidado y que les quiero mucho. Esta tarde podré hablar con ellos desde una habitación más chula, creo.

Y la noche había sido horrible, la habitación giraba, el techo se deformaba como gelatina. A mi lado un hombre mayor, diría yo que de unos setenta y muchos años, pero ve tú a saber, decía una y mil veces a gritos qué malito estoy, y llamaba a su madre.

Once camas conté, quizá había alguna más, cada cama con una historia médica dura, algunas personas sufrían todo el rato, otras sólo en algunos momentos. Creo que no pude dormir, aunque es posible que sí. Me costó soñar con algo agradable, creo que lo conseguí porque me vienen recuerdos de ver a Hiromi Uehara tocando I got rhythm junto a la cama de enfrente. Pero no puedo asegurar que fuese un sueño.

Hiromi a veces está en mi cabeza, pero nunca se sale de ahí. Pobre Hiromi, en su Japón natal ajena a que un tipo caucásico a miles de kilómetros la vio tocar el piano con toda claridad en una habitación del pánico de un hospital de Madrid.

Al otro lado del muro, al otro lado de la realidad, la inquietud se había hecho fuerte, Carlota y Darío llegaron tarde al colegio, y se esperaban noticias como en las películas de guerra. Pasaban las horas y nada encajaba.

A las doce de la mañana mi cuerpo se parecía de lejos al de unos días antes, pero mi mente dejaba de tener alucinaciones. Las enfermeras y los enfermeros tenían aspecto de aldeanos de Alderaan, y eran extraordinarios.

Estaba entubado por aquí y por allá.

Me controlaban, tensión perfecta, temperatura decente, pulsaciones, fonendos, auscultaciones… todo bien. Lo único, la bacteria, que era claramente chunga, muy chunga.

Di negativo en la PCR y podían subirme a planta, pero aún quedaba un rato más en aquel lugar tan fuera de la realidad, porque había que centrar algunas cosas.

Con la mente bajo control, salvo cuando veía peces en el techo, y sin convulsiones excesivas, sólo de vez en cuando aparecían lo que en los seísmos se llama réplica y aquí ni idea de cómo se llama, pongamos que tiritona incontrolable de menos grados rietcher que las anteriores.

El tejido de la próstata y otros tejidos de esa zona son blanditos, y fabulosos para según qué bacteria, dijo la doctora pívot de la WNBA, y de difícil acceso para los antibióticos y por eso ya te adelanto que los antibióticos van a formar parte de tu dieta diaria durante una buena cantidad de semanas. Pero hay que pasar esta noche. 

¿Perdón?, dije. Si, esta noche es crucial, a ver si hemos acertado con el antibiótico.

Y entonces empezaron las pruebas, más pruebas. Y las idas y venidas de los grupos de médicos y médicas. Enfermeras que venías a sacar sangre, a cambiar bolsas, a ser amables, a infundir ánimo.

Antes de subir a planta aún hice alguna demostración más de hasta dónde puede llegar en altura un cuerpo convulsionando incontroladamente, también tuve alguna alucinación más, e incluso, como prueba inequívoca de mi forma de ser, pude levantarme e ir al baño, lo que resulta toda una lección de dominio de la voluntad humana, y no me considero por ello un héroe, pero no creo que mucha gente en mi lugar triunfase en una situación así. Tal vez algún faquir de la India.

Me drogaban con nolotil en vena y con lo que hiciese falta, y no sabía si lo que veía era verdad o mentira, aquellos seres pequeñitos vestidos de Mad Max no me parecían muy propios de un hospital, pero eran amables.

Me sacaban más sangre que a un ciclista en la época buena de las transfusiones. Me empezaron a pinchar heparina, un anticoagulante estupendo, para que mi riñón sufriese lo menos posible, porque la bacteria era, fuese la que fuese, como ya he dicho n veces, muy bestia.

Me subieron a una habitación, ya era la tarde del día siguiente, llevaba veinticuatro horas en el hospital, las veinticuatro horas de Indianápolis en versión infección. La habitación me resultó mejor que cualquier habitación de lujo de cualquier hotel de lujo del universo. Una estancia a prueba de covid, con dos puertas, una opaca antes del pasillito de acceso y otra transparente después del pasillito de acceso, un lujo total. Con una ventana, un sofá, un sillón, una cama, un cuarto de baño y cuatro paredes. El paraíso.

Aún quedaban sorpresas. La bacteria no estaba bajo control. Mi cuerpo estaba diciendo hasta aquí hemos llegado, como lo oyes. Ahora que lo cuento y que han pasado dos años, me parece increíble el grado de debilidad y lo cerca que estuve de decir adiós.

Esa noche en aquella habitación pensé, y no era un pensamiento gratuito, que me moría. Y pensé que había hecho muchas cosas buenas en la vida y que había tenido una vida maravillosa. Pensé que no era una buena idea morirme porque sería un disgusto bestial para mi padre y mi madre, pensé que Carlota y Teresa saldrían bien adelante sin mí, y pensé que Darío aún me necesitaba y que merecía la pena dar la batalla a la bacteria para volver a dar besos de buenas noches y preparar cenas y cuidar cabezas y corazones.

Por un momento me confabulé conmigo mismo, y puede que eso ayudase en algo a volver al estado normalizado del organismo, aunque sé perfectamente que la lucha la ganaron los antibióticos. La ganó la ciencia.

Pero necesitaron tiempo y varias batallas.

Esa noche volví a soñar con situaciones horribles, la habitación se tambaleaba, tal vez no fuese una habitación normal, tal vez estaba en un barco, un barco lleno de seres extraños, un barco del país de las consternaciones.

De pronto todo se fue a negro, todo se hizo oscuro, yo era muy pequeño. La cama se hizo grande, y yo pesaba mil kilos, me hundía. El techo se abrió y entró una luz azulada y direccional, se iluminó un escenario delante de los ojos, mis ojos. Toshiko Akiyoshi estaba dispuesta a dar un concierto, vestía un kimono hasta los pies, el pelo recogido, el piano tenía flores enredadas, el sol rojo imperial lucía al fondo.

¿Qué me pasaba con las pianistas japonesas? Aún no he sido capaz de entender sus apariciones en esos momentos tan concretos. Tan íntimos, tan terminales, tan noselodigasanadie.

Toshiko tocó para mí, en aquella soledad acompañada. Unos minutos de auténtica paz, de nada de miedo, de convencimiento pleno, de despedida. Quien sabe dónde estábamos, quién sabrá decirme qué espacio fuera del espacio se había creado en paralelo a mi vida y mi no vida.


Pseudomona aureoginosa.

Ése era su nombre, lo supimos unas horas después, y con el nombre, en el mismo pack, su currículo y su estilo de vida. Es una bacteria de comportamiento nazi, para pensar en su crecimiento hay que hacerlo en exponencial, no en lineal, de cada una salen dos de las que salen dos de las que salen dos y así, salvajemente salvaje.

Lo realmente bueno de la noticia es que sabiendo el nombre ya era cuestión de dar con el antibiótico que la sacase de mi cuerpo.

Y qué inmensa suerte tuvimos, dieron a la primera. Ciprofloxacino.

Unos días después, siete en concreto, días de silencio, de soledad, de agradecimiento y de reflexión, pude volver a casa, libre de sonda, libre de bacteria, libre de miedos.

Débil como un pajarito caído de un nido antes de aprender a volar. Y querido, muy querido. Sintiéndome fuerte por eso en la debilidad, porque a alguien a quien quieren como me quieren las personas que me quieren, no hay nada que le impida ser feliz.

Saber eso se lo debo a la pseudomona aureoginosa y, aún más que a ella, a las decenas de personas que desde que entré por la puerta no covid hasta que salí por la puerta principal del Hospital Puerta de Hierro de Majadahonda, no dejaron de trabajar y aplicar su ciencia para salvar mi vida. 

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