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Agua es moji, Uhuru es libertad

Hoy es el día de África. Un día para un continente. 


Cada quien tiene su enlace con África. Por mi parte, tengo muchos; amistades, lugares, recuerdos, momentos. Hoy han venido a golpear la puertecita del recuerdo algunos días inolvidables de hace veinte años en los que llegué a la cima de África, a pisar las nieves del Kilimanjaro. 

Entonces escribí un diario, leyéndolo hoy me doy cuenta de que he cambiado mi forma de escribir, porque he cambiado mi forma de ver el mundo  y también he cambiado la razón por la que escribo.

El diario me ha traído aquellos días a la memoria retiniana como si los estuviese viendo ahora mismito, y he buscado algunas fotos que tenía por ahí guardadas, y ha sido bonito.

Aquí dejo un extracto de aquel diario, para celebrar desde el centro de mi corazón el día de África.

EXPEDICIÓN KILIMANJARO

16:30, hora española

Escribo desde una litera de abajo, en una cabaña limpia de doce literas que son veinticuatro camas. Camas y no yacijas, como merecen ser llamadas las de otros muchos lugares en los que he depositado el esqueleto. Éstas veinticuatro son camas que habrá a quien no gusten, pero que dan cumplida cuenta de su misión en la tierra.

Dormiremos ocho aquí, dos españoles, padre e hijo, altos y fuertes como peñascos. Un matrimonio alemán, a él la exposición al astro rey le ha dejado la cara como un topacio, a ella se le puede leer en la mirada algo parecido a lo que reflejan los ojos de Janet Leigh en la escena de la ducha de psicosis. También duermen hoy aquí un solitario danés, diseñador de muebles, dos británicas, médicas en práctica en un hospital de Tanzania y duermo, además, yo mismo.

Ahora que escribo en mi catre, las dos rubias y blanquecinas médicas y los dos españoles rocosos intentan dormir. El flanco centroeuropeo consume sus últimos minutos del día charlando en un cuartito anexo, tratando de difuminar sus inquietudes hablando de esto y de aquello. Ella está verdaderamente preocupada, no sé qué esperaba encontrar a dos mil quinientos metros de altitud en Arusha, tampoco sé qué le habrían contado en la agencia de Frankfurt. Nos ha rogado que siempre mantengamos la puerta cerrada, totalmente cerrada, con todos los pestillos, ha elegido la litera más alejada de la puerta, y, en fin, que para pasar estas angustias es mejor ir a Mallorca, en mi humilde opinión, y el tono topacio lo consigues igual. Pero ni soy quien para juzgar ni he venido hasta aquí para eso.

Con cierta insuficiencia la luz de mi frontal ilumina el barracón. Es un bonito lugar para soñar, y ya voy viendo que a alguien le parece también un bonito lugar para roncar. Voy a ir situando los tapones en los orificios que dotan de sentido a su existencia, y así, si escucho algo serán mis pensamientos y como mucho, a mi corazón, que hoy, por cierto, nada más llegar a este refugio de Miriakamba, ha marcado sesenta y ocho pulsaciones. La nave va.

Recuerdo en un de pronto que me toca el Malarone, hasta el momento, poco o ningún bicho sospechoso se ha acercado a morder mi Relec, tampoco he visto muchos bichos, la verdad: alguna mariposa nocturna, alguna diurna, un escarabajo grande como la palma de mi mano, y un par de mosquitos sin mayor parecido con los de la foto del folleto palúdico.

Voy cerrando el día y el diario, agua es moji, hola es jambo. Tuonane kesho es hasta mañana.

18:00, hora de Tanganica.

Escribo en una litera de abajo de un cuarto de dos, cuatro camas. Una pequeña cabaña marrón rodeada de corvus albicollis XL. Vamos a dormir ya porque mañana amaneceremos antes que el mundo, a las 24 arriba, y a las 01, para arriba. Nos esperan cuatro o seis horas hasta la cima y seis o siete después hasta el vehículo que nos llevará a dormir lo que con gran probabilidad será un sueño reparador.

No puedo ni mirar la hora. Digamos que segundos antes del sueño reparador:

Habitación de hotel, Moshi.

El Meru es para siempre un recuerdo de emoción y voluntad. Es, en mi cuerpo, un además, un parasiempre.

Te digo una cosa: he saltado de un avión en caída libre, he terminado maratones, he ganado medallas de judo, de natación, de baloncesto, hice un curso de jardinería japonesa, en fin, he procurado vivir todo con ilusión de estar vivo, y también, además, para siempre, he llegado al pico más alto del monte Meru, un intangible de esos que te convierten en la persona que eres.

¿Qué tengo para siempre? 

Las horas nocturnas de caminar bajo una túnica de estrellas, bajo la luz de marte, bajo el manto protector de la vía láctea. Atravesar durante horas el amanecer, un amanecer eterno, presagio de que en la tierra hay lugares donde lo único que vive allí es la belleza 

Desde la arista del Meru, si miras a tu izquierda, a unos setenta kilómetros de infinidad, el monte Kilimanjaro recibe el naranja rojizo del amanecer. El disco solar, como un enorme foco de contra, despunta detrás del perfil definitivo, del perfil más hermosos, del perfil azulado y brutal de ese monte, que, en la jaula de huesos de quien asciende, pasa de mito a realidad pasito a paso, pole pole, hacia arriba.

Y ese momento, pisando el pico Socialista, una primera cima antes de la cima, pero a la vez, una cumbre sin tope. 

El cielo indestructible de África que suma todos los azules de la historia; se pueden ver el azul de Goya, el de Picasso, el de los griegos, el de Velázquez, el del imperio alemán, no hay azul que no esté hoy y ahora mismo aquí.

Y para más desbarate, la sombra de una duda despejada; es cierto, el Kilimanjaro existe y en sus cumbres nevadas habita el dios de los masáis.

 18:30, hora española.

Voy a cerrar los ojos que hay prisa por dormir. Pero necesito escribir que mañana al amanecer salgo hacia el Uhuru peak. Desde aquí, desde Kibo. El último refugio antes de la cumbre de África. ¡Qué preciosa es la palabra refugio!

Refugio es makazi, uhuru es libertad, el aire será escaso.

Las estrellas siguen marcando referencias celestes, desde el refugio de Horombo se veía Moshi, luces lejanísimas que advertían que otros seres humanos permanecen en este planeta loco, en esta tierra hermosa, dolorosa, apabullante y resistente. La luna va creciendo y la nieve del Kilimanjaro se ilumina como un faro para dejarme claro que el viaje, incluso antes de ser consumado, ha merecido la pena.

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