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Hasta aquí de tanto perdón.

Perdón, perdón, perdón.
Desde que el rey de Botsuana diera una larga cambiada con su losientomuchonovolveráaocurrir, se suceden peticiones de perdón de lo más variado.
No nos pueden pedir más veces perdón, y oye, podría ser que cayésemos en la trampa, pero hasta aquí hemos llegado.
No puede valer para todo. 
No es lo mismo pedir perdón por un pisotón fortuito, por un error benigno, por un codazo, por una negligencia administrativa, porque me quedé dormido, porque no me di cuenta, porque ha sido sin querer; No es lo mismo, digo, pedir perdón por errores humanos de más o menos fondo, que hacerlo por las cosas a las que nos estamos habituando.

Sale una mujer que se ha ido a la fuga cuando un policía le ha dado el alto, y pide perdón. No es lo mismo eso que si sale a pedir perdón por haber tenido en su equipo de gobierno durante años a una banda de mafiosos que llevan robando a sus votantes y no votantes millones de euros delante de sus ojos, narices y boca. No es lo mismo.
No es lo mismo, por más que nos quieran hacer creer que sí, no es lo mismo.
Por mi parte soy capaz de perdonar lo primero, lo segundo me parece de una indecencia desmedida y no, no me parece que deba perdonarlo. Ni yo, ni nadie.

Imaginemos que sale un arzobispo de Granada y pide perdón, por ejemplo, porque esta mañana sin darse cuenta ha aparcado en un espacio reservado para personas con movilidad reducida, vale, pues en un momento dado, sin demasiados problemas, se le perdona y ya.
Pero sale ese mismo señor en el templo más grande de Granada, la catedral, y sale minutos antes de celebrar una misa, es decir, de rezar, de dar la paz, de consagrar, de  bendecir y de comulgar… sale revestido con esos ropajes que le sitúan en un lugar más allá de la tierra y coge, va, se postra en el suelo durante unos minutos, y pide perdón porque una decena de personas a su cargo se han dedicado durante años a hacer algo que de tan horrible e inhumano no soy capaz de escribirlo. Sale ahí el señor, coge y pide perdón.
NO, no me nace, no le perdono. No puedo.
Sé que tampoco le importará demasiado, porque estos perdones se piden por el espectáculo de la disculpa, por no perder un estatus, por limpiar una imagen más que una conciencia.
¿Qué conciencia puede tener un señor que miró para otro lado y al que ha tenido que venir un superior a decirle por aquí no se pasa? ¿Qué estamos haciendo? ¿Vamos a perdonar?
A los diez seres asquerosos, inmundos, repugnantes, que durante años han estado delinquiendo de uno de los modos más repulsivos posible, si no el que más, amparados en su condición de hombres de la iglesia, desde luego, ni un gramo de perdón. Y a quien ha pasado de puntillas a su lado y se ha tapado la nariz, ni un gramo de perdón. Ya puede pedirlo en suelo sagrado tumbado boca abajo, o en la misma entrada del purgatorio de rodillas.
Se siente, hay cosas que no se hacen. Y si se hacen, no se perdonan. Al menos yo no.
Quizá habrá a quien le parezca que tenga que pedir perdón por ello.
 
“Cuando matas a alguien no sólo le quitas lo que tiene, sino también lo que podría llegar a tener”. (Sin perdón)





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