99 años de Edmund Hillary, que no sólo llegó al Everest. Ni llegó solo.
¿Por dónde empezar? ¿Por la razón física que hace
que alguien cruce la línea invisible que separa el fracaso del éxito? ¿Por las
cosas intangibles que han ido sumado y sumando hasta que se arma el mito?
Al final, casi todo consiste en empezar dando un paso y luego otro y
luego otro, hasta que llegas. Porque es verdad que, si no te mueres antes, llegas. Y después, te mueres.
¿Pero cuál es el primer paso? ¿Siempre hay uno antes del primero? Eso nos
lleva a teorías agustinianas o a llamar por teléfono a Stephen Hawking
para que nos explique lo del inicio de los tiempos. Pero visto que Hawking ya
no nos coge el teléfono, busquemos el primer paso a las faldas del monte
Ruapehu. Allí estaba el espigado Edmund, con dieciséis añitos en una prometedora
excursión con el cole.
El Ruapehu es uno de los volcanes más activos en Nueva Zelanda, está en
la Isla del Norte, en uno de los parques nacionales brutales de este precioso
país, el Tongariro.
La última vez que erupcionó a lo mecachisenlamar,
(hoy que publico esto), fue en 1996, pero para el grupo de kiwis que se
disponían a subir hasta los 2.797 metros, la última vez había sido 1895. Así que es un
volcán de los de verdad, de los que arrojan. Y para mayor flipe, cuando llegas
al cráter, si no está echando ceniza o lahares, o ambos, puedes ver un lago, y
eso es el acabose bajo el cielo del país de la gran nube. Para que te hagas mejor
a la idea, te diré que en El Señor de los Anillos de Peter Jackson han
transformado el Ruapehu en las “Emyn Muil”, que traduciéndolo del sindarín
quiere decir “las colinas del Espanto”. Si, esas impresionantes
montañas de la película son de verdad. Y allí fue a parar Edmund en 1935, y
allí sintió eso que se siente cuando pisas tierra viva y se te ensancha el
alma. Su cerebrito, en principio preparado más para culturillas que para montañero,
empezó a pergeñar maneras de escapar de la rutina, que al tiempo se
convertirían en lo que Rosendo Mercado ha definido como Maneras de Vivir.
Foto: NAVA FEDAEFF/NIWA
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Paso a paso, como en cada ascensión, Edmund llegó hasta 1939, y con
veinte años se plantó en los pies de uno de los lugares más hermosos del
planeta, El Monte Cook, el Aoraki para los maoríes, y el monte Caradhras para
los seguidores del Señor de los Anillos. Paisaje alpino a más no poder (de hecho
se llaman los Alpes Neozelandeses), y una altitud superior a los 3.500 metros,
esta vez en la isla del Sur. Aquel día llegó a la cima de su vecino, el monte
Ollivier. Y de nuevo notó el escalofrío de llegar.
Pero si no os parecce mal, vamos a dar unos pasos atrás, a mediados del siglo XIX, para intentar conocer algunas razones.
Entre los primeros pobladores del norte de Wairoa (Isla del Norte de
nueva Zelanda) encontramos a una pareja que llegaba desde Inglaterra, desde uno
de los lugares más hermosos de Inglaterra, el condado de Yorkshire, buscaban
nuevos horizontes, una nueva vida, y desde Nueva Zelanda llegaban ecos de
prosperidad. Pasado el tiempo, su hijo Percival se fue al oeste de la Isla y se
instaló cerca de Aukland, la ciudad más populosa de las de allí (no la capital,
que es Wellington).
Percival
Hillary, en 1915 se fue a la
guerra, a la Batalla de Galípoli, al menos así la conocen en Australia y Nueva
Zelanda, para los europeos se llamó la batalla de los Dardanelos, pero desde
que Mel Gibson de jovencito hiciese la película Galípoli, parece que va
quedando ese nombre afianzado en el globo.
La batalla en si fue un tremendo fracaso para las
tropas aliadas (franceses y británicos). La idea era conquistar Constantinopla,
la que ahora es Estambul, y controlar el Estrecho de Turquía. Pero la cosa se
torció y los británicos, incluyendo australianos y neozelandeses, cayeron como
chiches. Más de cincuenta mil murieron y muchísimos causaron baja. Los
franceses acabaron algo mejor, pero sólo porque eran menos. Los otomanos
tampoco es que saliesen de rositas en cuanto a vidas entregadas a la causa,
pero al menos ganaron la batalla. Si tanta muerte por un palmo más de tierra merece la pena o no, ya es cosa de
pensar en otro lugar, y seguramente a otra hora. El que entonces era ministro
de Marina de Gran Bretaña dimitió, un tal Winston Churchill, y el
general del ejército otomano Mustafa Kemal, al que luego llamarían
Atatürk, llegó a ser el primer presidente de la República de Turquía.
Aunque los neozelandeses nunca se han preguntado qué
se les había perdido al otro lado del mundo, y han erigido monumentos bastante
emotivos a los caídos en la Primera guerra Mundial, lo que hicieron con los que
volvían vivos de Galípoli fue ponerles una tierrita para vivir.
Así que a Percival Hillary, que se había casado con Gertrud Clark,
le tocó un terrenito en Tuakau, al sur de Aukland, y mientras llegaba o no la
casa, en el invierno de 1919 (en el mes de julio allí es invierno) tuvieron un
retoño al que llamaron Edmund. De eso hace hoy 99 años justos.
Pasada la primera infancia en el tranquilo Tuakau le tocó ir a la escuela
secundaria, y la más cercana estaba a dos horas de su casa. Muchas criaturas,
ante esta perspectiva han optado por hacer espeleología en sus fosas nasales
mientras el paisaje muda de color ante sus ojos a través de la ventana del
tren. Pero Edmund Hillary, por lo que sea, se dedicó a leer todo lo que
caía en sus manos. Los libros le daban la posibilidad de viajar mucho más lejos
que a su escuela, al cabo de las dos horas de trayecto, regresaba al mundo real
y así crecía entre letras y amigos. Aunque resultaba, según sabemos, algo
tímido y reservado, lo que da la sensación es que era el larguirucho alucinado
con las ficciones al que cuesta establecer relaciones de carne y hueso. Lo que
parece que cambió algo la percepción que de él tenían sus compañeros fue el
boxeo. Edmund comenzó a practicar boxeo con cierta asiduidad y bastante
presteza, lo que le sirvió para hacerse un huequito en la pequeña sociedad a la
que pertenecía.
Llegó hasta el metro y noventa y cinco, lo que en su tiempo era una
estatura más que notable ¿Qué tal por ahí arriba? Le preguntarían sus colegas.
Cuando llegó la hora de elegir facultad, porque la educación de Edmund, como
tantas otras en aquella época y lugar, estaba dirigida hacia la universidad,
eligió matemáticas y ciencias en la Universidad de Auckland.
Su paso por la facultad fue, como casi todo hasta ese momento en su vida,
como diría León Felipe, ligero,
siempre ligero. Lo que le gustaba de verdad era salir al monte, cosa que en
Nueva Zelanda ni es difícil ni te convierte en un bicho raro, pues es un pueblo
muy apegado a la naturaleza.
Cuando terminó sus estudios universitarios, decidió junto a su hermano Rex
Hillary montar un negocio de miel. No sé si miel de Manuka, que es la que
más fama tiene por allí por sus cualidades curativas, pero si se que le gustaba
mucho la apicultura, tanto que con el paso del tiempo puso una escultura de oro
en forma de nido de abeja en su jardín. Lo curioso del asunto es que las abejas
de los alrededores resultaron sus mejores críticas, y se instalaron en la
escultura, en la que producen mucha y buena miel.
Pero dejemos el mundo de los himenópteros volar a sus anchas, que tenemos
que subir al Everest y se nos va el tiempo.
(mañana os cuento más, aquí)
(mañana os cuento más, aquí)
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